Un año en Reno

En este diario iremos compartiendo algunas de las experiencias -espero que la mayoría de ellas agradables- durante los diez meses de estancia, día más día menos, como William A. Douglass Distinguished Scholar en el Center for Basque Studies de la Universidad de Nevada, Reno.

martes, 31 de agosto de 2010

Cruzando la frontera

Hoy ha sido un día muy largo, en todos los sentidos. Para quien conozca la rutina de los viajes trasoceánicos, no voy a decir nada nuevo; para el resto, baste con decir que me desperté hace casi 24 horas, a las siete y media de la mañana en Portugalete, y sigue siendo todavía 30 de agosto, y lo que le queda. Es lo que tiene viajar con el sol.

Lo mejor de todo ha sido que no ha habido nada que reseñar, ni choques entre aviones y autobuses (como cierta ocasión viniendo de Sevilla vía Madrid), ni tifones tropicales del Pacífico, ni siquiera la menor turbulencia, de esas que siempre ocurren cuando acaban de repartir la bebida. Los de Lufthansa, como siempre, correctos y puntuales. Estoy por creer que lo de la eficacia germánica no es un mito, como tampoco lo es lo de los españoles bullangueros y los italianos ligones. De todos modos, me he llevado mi primer desengaño con los norteamericanos. Me las prometía muy felices porque el vuelo transoceánico lo hacía en un avión de la United; y recordaba por otras veces que habías volado en compañías de los Estados Unidos, que los asientos solían ser bastante más espaciosos y (¡oh, maravilla de las maravillas!) mis rodillas ni siquiera llegaban a tocar el asiento de delante. Algo que, cuando tienes que pasar once horas y media sentado, se agradece y mucho. Más aún, cuando abordé el avión en Frankfurt -de los últimos, porque la conexión desde Bilbao venía bastante justita-, se me alegró aún más la vista cuando vi a la ucraniana... (NO, malpensados; aunque de la ucraniana hablaré luego) ... Cuando ví que el pasaje en Economy estaba medio vacío, qué digo medio, no estaban ocupadas ni un tercio de los asientos.
Me las prometía muy felices, pensando en emular a Don Manuel Fraga en sus viajes a las Américas siendo presidente de la Xunta, cuando él solito se repatingaba en cuatro asientos y se pasaba el vuelo cómodamente dormitando en posición horizontal. Esto es lo que pensaba cuando me dirigía a la zona trasera del avión, donde estaba mi plaza, al lado de la ucraniana de marras. Y mi sorpresa llegó cuando crucé la última barrera de lavabos y me percaté de que aquello parecía el metro en hora punta. Ni un sitio libre. Ya me veía haciendo los treinta metros-butaca corriendo para ocupar un asiento libre y cómodo en la parte delantera, una vez que cerraran las puertas. Como suele ser habitual en los vuelos de Argentina, dicho sea de paso.
Pero todo tiene su explicación, y en este caso se basa en la fabulosa capacidad de los norteamericanos de hacer negocio de cualquier cosa. Resulta que los asientos de la clase Economy son más amplios conforme están situados más adelante en el avión. Economy Plus lo llaman los muy listos. Y así como que no quiere la cosa, cuando ya estabamos encajonados en nuestros cubículos, una amable voz por megafonía nos ofrecía la posibilidad de desplazarnos a aquel paraíso para los culos gordos y las piernas largas, a cambio del módico precio de 199 dólares. Pagaderos en cash o en credit card, no hacían discriminaciones a la hora de abonar. Hubo algún incauto que entendió mal y pensó que era el precio para hacer un "upgrade" a Business. La azafata le echó una sonrisa entre maternal e irónica. "Oh, no, eso costaría miles". Y se fue.
No tuve la suerte de que mi compañera ucraniana eligiera esta opción. Por varias razones. No se fue, porque seguramente ni se habria enterado. A mitad del vuelo me di cuenta de que no habla ni papa de inglés, y eso que por lo que deduje lleva residiendo en San Francisco desde 2005. Y no tuve suerte, porque en su cuerpo llevaba consigo los kilos y kilos de sobrepeso acumulados durante los más de cincuenta años que lleva dando vueltas por este mundo. Sobrepeso que, literalmente, se desbordaba en todas direcciones, con la desagradable consecuencia de que me robaba parte de mi espacio vital.
En fin, que me armé de paciencia, y he pasado todo el viaje intentando luchar enconadamente contra la invasión de las lorzas ajenas. Bastante tengo con mi tendencia a acumular calorías inútiles en zonas molestas, como para también cargar con culpas ajenas.
Sobrevolamos Escocia, Islandia (sin volcanes), cruzamos Groenlandia de parte a parte (quise sacar una foto pero estaba cubierto; tomé una imagen del mapa con la ruta del avión; cuando la descargue igual la pongo), y pasamos sobre Calgary, Seatle y el valle de Napa. Y al final el piloto nos pidió disculpas porque llegamos diez minutos más tarde que la hora estipulada. Lo mismo que Iberia, vamos.
En la frontera, la cosa fue sorprendentemente rápida, y eso que acabo de descubrir que el año en Oxford me ha deshabituado al típico acento del oeste americano, ese que se consigue manteniendo una pajita en los labios y mascullando entre dientes. Necesitaré un poco de práctica para recuperar el oído. Eso sí, nada de fotos. La única que incluyo aquí es la que pude sacar una vez cruzados todos los trámites de la frontera: control de pasaportes, aduana, el perro de la chaqueta verde de la FIS, y el nuevo paso por los escáneres de seguridad. Es una vista desde "el otro lado". Aunque sea tan impersonal como cualquier otro aeropuerto del mundo.
Son las 22:20 del 30 de agosto, y dentro de diez minutos acaban de anunciar que sale mi vuelo para Reno. Será la última etapa.